· A?os atrás ·
05:21 - Distrito 11 - Tokio, Japón.
El aire en el callejón de Tokio era espeso y opresivo, cargado con un hedor que mezclaba hierro oxidado, podredumbre húmeda y el leve rastro químico de los gases de escape que se filtraban desde las calles principales. Mushtaro inhaló profundamente, dejando que esa combinación embriagadora llenara sus pulmones, un perfume grotesco que para él era tan dulce como el incienso en un templo olvidado. La luz de los neones rojos y azules parpadeaba en la distancia, proyectando destellos intermitentes que danzaban sobre los charcos de agua sucia en el pavimento agrietado. Cada reflejo parecía un peque?o incendio, un juego de sombras que acentuaba la atmósfera lúgubre del lugar. Era una noche fría, el tipo de frío que se colaba bajo la piel y hacía temblar los huesos, pero Mushtaro no lo sentía. Su cuerpo, envuelto en una piel tatuada con patrones intrincados que serpenteaban desde su cuello hasta las puntas de sus dedos, parecía inmune a las inclemencias. Esos tatuajes, negros como la tinta más oscura con líneas que parecían moverse y respirar bajo la luz tenue, eran como un escudo, una armadura viva que lo aislaba del mundo exterior y lo mantenía ardiendo con una fiebre interna.
Sus ojos eran los que más destacaban en la penumbra: ambos estaban llenos de un hambre insaciable, unas ganas de devorarlo todo, brillaban con un rojo salido del mismísimo inierno, un fulgor que parecía pulsar con cada latido de su corazón. Ese ojo rojo destellaba con una mezcla de hambre voraz y un éxtasis casi místico mientras observaba a su presa: un ghoul joven, apenas un adolescente, acorralado contra una pared de ladrillos desgastados. El chico temblaba violentamente, su cuerpo delgado y frágil envuelto en una sudadera desgastada que apenas lo protegía del frío. Su respiración entrecortada formaba nubes de vapor que se disipaban rápidamente en el aire helado. "Por favor... no... no te hice nada," balbuceó, su voz quebrándose en un sollozo desesperado. Sus ojos, negros con un destello rojo característico de los ghouls, estaban llenos de terror puro, y su kagune —un par de alas raquíticas de tipo ukaku— se agitaba débilmente a su espalda. Esas alas, de un gris apagado con venas rojas apenas visibles, parecían más una carga que una defensa, temblando como hojas secas a punto de caer. Pero Mushtaro sabía que no había escapatoria. No para este peque?o, no esta noche.
Inclinó la cabeza ligeramente, dejando que su cabello negro y desordenado cayera sobre su frente en mechones irregulares. Una sonrisa se dibujó en su rostro, amplia y grotesca, mostrando unos dientes afilados que relucían bajo la luz parpadeante, casi demasiado perfectos para ser humanos. "Oh, peque?o," susurró, su voz grave y melódica, como si estuviera cantando una nana macabra a un ni?o a punto de dormir eternamente. "No se trata de lo que me hiciste. Se trata de lo que eres." Su mano derecha, envuelta en una armadura metálica que cubría su antebrazo como una garra de acero pulido, se alzó para tocarse la barbilla en un gesto casi pensativo. Los tatuajes en sus manos, dedos y cuello parecían cobrar vida bajo la luz intermitente, runas y líneas negras que se retorcían y deslizaban entre sí, un espectáculo hipnótico que contrastaba con la crudeza de la escena.
El ghoul joven, en un arranque de desesperación, intentó correr. Sus pasos resonaron en el pavimento mojado, un eco rápido y torpe que delataba su pánico. Pero Mushtaro fue más rápido, infinitamente más rápido. Con un movimiento fluido que parecía desafiar las leyes de la física, su kagune emergió de su espalda en una explosión de fuerza y color. Cuatro tentáculos rinkaku negros, con peque?os degradados morados que brillaban como vetas de amatista bajo los neones, se desplegaron con una elegancia letal. Cada uno era grueso y musculoso, con puntas afiladas que cortaban el aire con un silbido agudo. Acompa?ándolos, un bikaku del mismo tono negro y morado se extendió desde la base de su columna, una cola serpentina que se movía con una precisión casi consciente. Uno de los tentáculos rinkaku se enroscó alrededor del tobillo del chico con la velocidad de una serpiente atacando, tirándolo al suelo con un crujido seco que resonó como un disparo en el callejón. El grito del ghoul joven rasgó la noche, un sonido agudo y desgarrador que se extinguió casi de inmediato cuando otro tentáculo se clavó en su pecho con una fuerza brutal. La carne se abrió como papel rasgado, y la sangre brotó en un chorro caliente y brillante, salpicando el pavimento en un patrón caótico que parecía una obra de arte macabra.
El hedor a sangre recién derramada llenó el aire, un aroma metálico y dulzón que se mezcló con el tufo fétido del alcantarillado cercano, creando una atmósfera nauseabunda que a Mushtaro le resultaba casi placentera. Se arrodilló junto al cuerpo con una lentitud deliberada, sus botas crujiendo contra el pavimento húmedo. Sus manos, fuertes y callosas, recorrieron la carne tibia y temblorosa del ghoul moribundo, sintiendo cada espasmo, cada latido débil que aún persistía en sus venas. "No te resistas," murmuró, su voz cargada de una ternura perversa mientras su mano libre acariciaba el rostro del chico. Los dedos de Mushtaro dejaron un rastro de sangre en la piel pálida, marcándola como si fuera un lienzo. "Eres un regalo." Sus ojos brillaban con una intensidad febril, el rojo de ambas pupilas expandiéndose como un incendio mientras hundía los dedos en la carne blanda del rostro del chico. La piel se desgarró con un sonido húmedo y viscoso, un chasquido que resonó en el silencio del callejón. Los músculos y tendones quedaron expuestos, brillando bajo la luz tenue, y la sangre goteó entre sus dedos, manchando el suelo en un charco oscuro y viscoso.
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La primera mordida fue un acto casi ceremonial. Sus dientes, afilados como navajas, se hundieron en la carne con un crujido que rompió el silencio, un sonido que era a la vez grotesco y satisfactorio. La sangre le salpicó los labios, caliente y espesa, corriendo por su barbilla en riachuelos carmesí que goteaban sobre su pecho. Mushtaro no se detuvo; masticó lentamente, saboreando cada fibra, cada gota de vida que aún palpitaba en la carne. El sabor era intenso, una mezcla de hierro y algo más profundo. A pesar de ser desagradable para muchos, era algo que solo un ghoul como él podía apreciar: el poder latente, la esencia de su presa. "Dicen que los ghouls saben asquerosos... pero para mí es poder, es delicia", susurró entre mordidas, su voz resonando con una reverencia casi religiosa.
Mientras masticaba, cerró los ojos y se dejó llevar por el éxtasis brutal de su acto. Su mente se sumergió en un torbellino de recuerdos oscuros: imágenes de cacerías pasadas, de presas más grandes y resistentes que habían luchado con u?as y dientes antes de sucumbir. Recordó a un ghoul de kagune koukaku, un titán de armadura que había enfrentado meses atrás en un almacén abandonado. Aquella pelea había sido una danza de violencia pura: el koukaku había intentado aplastarlo con su escudo masivo, pero los tentáculos rinkaku de Mushtaro habían encontrado las grietas, perforando y desgarrando hasta que el gigante cayó. El sabor de aquella victoria había sido más dulce, más intenso, y aún podía sentir el crujido de los huesos bajo sus dientes. Su kagune parecía vibrar con un brillo aún más intenso ahora, los degradados morados destellando como relámpagos mientras alimentaba no solo su cuerpo, sino también su ambición despiadada.
"Delicioso", susurró para sí mismo, dejando que el placer lo envolviera por completo. Su mente era un caos de pensamientos fragmentados, un coro de voces que gritaban y reían al mismo tiempo. Esas palabras resonaban en su cabeza como un mantra, un eco que había guiado cada una de sus acciones desde que había descubierto su verdadera naturaleza. Para Mushtaro, devorar a otros ghouls no era solo una necesidad biológica; era un ritual sagrado, una forma de absorber su fuerza, su esencia, de acercarse cada vez más a su objetivo final: convertirse en el ser perfecto para subyugar a los humanos y convertirse en el rey de un mundo donde los ghouls reinaran sin oposición, y él, por encima de todos, fuera su soberano absoluto.
De pronto, un sonido leve pero inconfundible rompió su trance: pasos apresurados en la entrada del callejón. Mushtaro se levantó de un salto, su kagune aún desplegado, vibrando con una energía contenida. En la penumbra, dos figuras emergieron: un par de ghouls que, por error o valentía, se habían aventurado demasiado cerca de su territorio. Uno era alto y musculoso, con un kagune bikaku que colgaba como una cola de escorpión, negro y brillante bajo la luz. El otro, más peque?o, tenía un rinkaku de tres tentáculos rojos, finos, pero punzantes, que se retorcían como sierpes ansiosas. No hubo palabras, no hubo advertencias. Mushtaro se lanzó hacia ellos con una furia que parecía surgir de las profundidades de su ser.
El enfrentamiento fue una explosión de violencia visceral. Sus cuatro tentáculos rinkaku negros y morados se movieron en un torbellino letal, cortando el aire con silbidos agudos. El ghoul alto intentó bloquearlo con su bikaku, levantándolo como un escudo, pero uno de los rinkaku de Mushtaro lo atravesó como si fuera mantequilla, arrancando un grito desgarrador de su garganta. La sangre salpicó las paredes del callejón, un aerosol caliente que pintó los ladrillos de un rojo brillante. El segundo ghoul atacó desde un flanco, sus tentáculos rojos buscando el torso de Mushtaro, pero el bikaku de este, ágil y preciso, se enroscó alrededor de uno de ellos y lo arrancó de raíz con un tirón seco. El sonido del tejido desgarrándose fue ensordecedor, acompa?ado por el chillido agónico del ghoul, que cayó de rodillas con las manos apretando el mu?ón sangrante.
Mushtaro no se detuvo. Sus tentáculos se entrelazaron en un baile macabro, golpeando, cortando y perforando con una precisión quirúrgica. El ghoul alto intentó un último ataque desesperado, lanzando su bikaku hacia el rostro de Mushtaro, pero este lo esquivó con un giro grácil y respondió clavando dos rinkaku en el abdomen de su enemigo. La carne se abrió en un estallido de sangre y vísceras, y el cuerpo cayó al suelo con un golpe sordo, temblando en sus últimos espasmos. El ghoul peque?o, aún vivo, intentó arrastrarse hacia la salida del callejón, dejando un rastro de sangre oscura tras de sí. Mushtaro lo observó por un momento, su respiración pesada pero controlada, antes de caminar hacia él con pasos lentos y deliberados. El bikaku se alzó como una guillotina y descendió con un chasquido húmedo, decapitando al ghoul en un solo movimiento limpio.
El silencio volvió al callejón, roto solo por el goteo constante de la sangre que se acumulaba en los charcos. Mushtaro se irguió, limpiándose la barbilla con el dorso de la mano, dejando un rastro rojo en su piel tatuada. Su kagune se retrajo lentamente, los tentáculos rinkaku deslizándose de vuelta a su espalda con un sonido viscoso, mientras el bikaku se enrollaba y desaparecía. Miró al cielo, donde las luces de Tokio brillaban como un firmamento artificial, un mosaico de neón y acero que prometía un futuro caótico. "Pronto..." susurró, su voz cargada de una certeza oscura. "Pronto, este mundo será nuestro."
Dio un paso hacia la salida del callejón, dejando atrás los restos destrozados de sus víctimas, un banquete que no lo satisfizo, aún humeante en el aire frío. En su mente, las voces seguían cantando, un coro de locura y ambición que lo guiaba hacia su próximo objetivo. Había más ghouls en Tokio, más presas que cazar, más poder que reclamar. Y Mushtaro no se detendría—no podía detenerse—hasta que todos, humanos y ghouls por igual, se inclinaran ante él como el rey supremo, el depredador definitivo en un mundo que pronto aprendería a temer su nombre. él era Mushtaro, y el trono del no era más que una reliquia del pasado frente al imperio que estaba destinado a construir .